En abril de 2019, Alaa Salah se subió a un coche para liderar los cánticos de protesta contra el entonces presidente sudanés Omar al-Bashir. La imagen, tomada en la capital del país, Jartum, rápidamente dio la vuelta al mundo, haciéndose viral y convirtiéndose en el icono de la revolución.
Pero al mismo tiempo que la «Mujer de Blanco» o «Dama de la Libertad» atraía la atención de millones de personas, a otras mujeres en las protestas se les acosaba y recriminaba su participación en las mismas.
Y es que nuestra presencia al frente de cambios políticos sigue siendo la excepción en lugar de la norma. Además, durante siglos nuestra participación en los conflictos ha sido invisibilizada. Por un lado, tenemos el rol crucial que jugaron las mujeres cuyos maridos fueron a luchar al campo de batalla: durante ambas Guerras Mundiales, se produjo una entrada masiva en el mercado laboral a todos los niveles. Fuimos enfermeras, banqueras, fabricantes de armamento e incluso estuvimos en la línea de combate. Por otro lado y al mismo tiempo, hemos sido objeto de violaciones, torturas, secuestros y asesinatos. Al final de las guerras y con el regreso de los soldados a sus países de origen, hemos retomado el rol de cuidadoras y encargadas del hogar.
El punto en común entre estas dos realidades no es sólo la invisibilización, sino también la posición central de la mujer en la comunidad. Sin nosotras, no existen. Por ello, somos el principal objetivo civil en todos los conflictos: como estrategia para extender el miedo, para impedir que las comunidades sigan creciendo o para humillar al hombre vencido, la violación y el asesinato de las mujeres se usan como arma al tomar una ciudad. Las guerras también nos enviudan y desplazan, haciéndonos víctimas de otro tipo de violencia. Además, la pobreza que acarrean obligan a millones de mujeres a prostituirse a cambio de víveres con los que asegurar su supervivencia y la de sus familias.
No existe conflicto moderno en el que no se den estas situaciones. Y no son sólo agresores los combatientes, también lo son las partes neutrales. En Haití, más de 2.000 mujeres y niñas fueron violadas por los cascos azules de las Naciones Unidas, durante los trece años que duró la misión de mantenimiento de la paz. Esta situación también se ha vivido en Sudán del Sur, Congo y República Centroafricana, donde muchos de los abusos sexuales fueron sufridos por menores.
Cuando la guerra acaba y se inicia el proceso de paz, estamos ausentes de las mesas de negociación. Ni en las partes beligerantes ni en las moderadoras contamos con representación, puesto que nuestra seguridad y nuestras preocupaciones no se consideran prioridades, al ser el cese de las hostilidades el principal objetivo. En muchas ocasiones, los gobiernos y los grupos involucrados en estas negociaciones incluso recelan de la participación de fuerzas externas, especialmente de la nuestra, ya que supondría un desvío de la agenda a «temas de mujeres» y la puesta en peligro de la paz.
Somos las primeras víctimas, las primeras en ver nuestros derechos violados en los avances de una guerra, pero las últimas tenidas en cuenta cuando las armas se bajan. Las guerras y los procesos de paz reproducen las dinámicas patriarcales de la sociedad y es por ello que los cambios políticos, ya sean violentos o no, deben de contar con un enfoque feminista que permita que la situación evolucione y sea distinta y mejor a la anterior. El éxito de una negociación, un alto el fuego o un nuevo régimen político no significa necesariamente una mejora en nuestras vidas.
Para alcanzar una sociedad más igualitaria y justa, es necesario que no se nos excluya de la participación política, ya sea en momentos de paz o no. Es necesario visibilizarnos, a nosotras, nuestras prioridades y nuestro trabajo. Sólo así se conseguirán verdaderos cambios sociales y políticos que perduren en el tiempo y eviten volver a las armas. Nuestra figura, nuestra presencia, es esencial para una paz duradera.